Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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1424
Legislatura: 1891-1892 (Cortes de 1891 a 1892)
Sesión: 13 de mayo de 1891
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: 55, 1388-1395
Tema: Contestación al discurso de la Corona

El Sr. SAGASTA: Son tantas y tan graves, señores Diputados las cuestiones que tenemos pendientes con el Gobierno que debemos examinar y discutir, que hubiera sido temerario pretender abarcarlas todas en el debate sobre contestación al mensaje de la Corona. Creo yo que lo mismo el discurso de la Corona, que el debate preliminar de su contestación y que el dictamen sobre aquella, deben ser sobrios, ceñidos y breves, como lo son en todas partes, dejando las cuestiones que surgen de los actos de los Gobiernos para discutirlas separadamente y de una manera más concreta, de modo que puedan determinarse con seguridad y fijeza el criterio de la mayoría y el de la minoría, y no se involucre ni se distraiga la atención pública con excesiva variedad de asuntos.

Así han debido comprenderlo los oradores que me han precedido en el uso de la palabra, limitándose a tratar dos o tres cuestiones; y hubiera sido de desear que de alguna de éstas se hubiese prescindido para discutirla separadamente, después de un ligerísimo debate sobre el discurso de la Corona, no exponiendo ahora más que lo indispensable para fijar las posiciones y para cumplir los deberes de la cortesía parlamentaria con la Corona, y dejando todo lo demás para debates ulteriores.

La crisis con todos sus antecedentes, la política general del Gobierno, su conducta electoral, sus litigios con la Junta Central del Censo, las reformas de Guerra, la desdichada gestión del Ministro de Estado en los asuntos marroquíes, la conversión de la Deuda de Cuba, la política del Gobierno en las Antillas, la política financiera aun dentro de la Península y los obstáculos puestos a las economías, las construcciones navales y las complacencias ministeriales con las empresas constructoras, la amnistía en su alcalde y en su extensión, cuestiones son todas que tenemos que ventilar con el Gobierno; pero que tratadas a la vez y con motivo de un solo debate, no dejarían espacio en el ánimo de los oyentes para determinar bien el criterio de la oposición, ni servirían más que para envolver las ideas en un mar de palabras.

Cada una de estas cuestiones puede y debe ser tratada en debate especial y no incluirse en este sobre contestación al mensaje; porque hemos de prescindir de la práctica, desgraciadamente seguida en nuestro país, en virtud de la cual se da contestación al Mensaje cuando de su contenido no queda recuerdo ni aun en la memoria de sus autores.

He de limitar, pues, mi tarea hoy a aquellos puntos que yo entiendo que son y deben ser en este momento objeto de la contestación al discurso de la Corona; es a saber: causas del advenimiento al poder del partido conservador; líneas generales de la política del Gobierno de S. M.; conducta del Gobierno respecto de los demás partidos.

Y como estos tres puntos son aquellos con motivo de los que he sido con más insistencia aludido, no sólo en mi persona, sino en los hechos del partido al que tengo la honra de pertenecer, resulta que, en vez de un discurso contra el dictamen sobre contestación al mensaje, lo que voy a hacer es contestar a las diferentes alusiones de que he sido objeto durante esta ya larga discusión.

Al limitar a esto mi tarea; no hago sacrificio ninguno, porque, aparte del trabajo que me ha ahorrado con su brillante discurso mi querido amigo y compañero el Sr. Moret al consumir, en nombre del partido liberal, un turno en esta discusión, yo no sólo no tengo prisa, sino que abrigo temor de tocar ciertas cuestiones; porque a pesar del poco tiempo que lleva este Ministerio en el poder, atraviesa ya una vida tan fatigosa, marcha sobre tales escabrosidades y está amenazado de tan grandes obstáculos y de cuestiones tan graves, que no me parece bien que vengamos nosotros hoy, con nuestras prisas y nuestro ardimiento, a aumentar su fatigosa existencia, siquiera tenga merecido eso y mucho más por su imprevisión y su impaciencia. (Rumores en la mayoría.)

Esto vosotros no lo querréis creer, porque estáis tan ufanados de vuestro triunfo, que no hay nada que os quite el sueño. Sin embargo, no debéis estar tan tranquilos, aunque a vosotros os parezca que no pasa nada; pues si lo estáis, es porque, por lo visto, mientras la realidad no se imponga de una manera brutal; mientras el hecho anormal, violento, con tuda su reata de consecuencias tristes, y quizá irremediables, no se presente de pronto e impresione los ánimos y conturbe a la sociedad, para vosotros no pasa nada. Os encontráis en el mejor de los mundos, siquiera se hallen pendientes problemas de suma trascendencia, y algunos quizá preñados de peligros para integridad de la Patria. El dificilísimo estado econó-[1388] mico y de la Hacienda de Cuba, agravándose de día en día de manera pavorosa; la misma Hacienda peninsular exigiendo pronto, muy pronto, recursos y esfuerzos extremos ; la renovación de los tratados de comercio, de los que Dios quiera que no resulte perjuicio para muchos de nuestros intereses y para nuestra riqueza nacional, cuestiones son que quebrantarían a cualquier Gobierno, aunque no estuviera como date atacado de la ingénita debilidad de todos los seres que vienen antes de tiempo a la vida, y aun cuando con las escasas energías que semejante condición permite, no contrastara la magnitud de las empresas que tiene que arrostrar y resolver. La impopularidad del partido conservador, dispénseme el partido conservador que así lo diga, porque así lo creo; el hondo efecto causado por medida tal como la conversión de la Deuda de Cuba y por la transformación o metamorfosis de las empresas constructoras de los cruceros ; y la impresión profunda producida en los ánimos por las recientes coacciones electorales; mas la concentración animada de los elementos republicanos, antes tan resignados y tan dispersos, dan tan triste y tan nebuloso fondo al cuadro en cuyo primer termino se destacan aquellas tremendas cuestiones, que, francamente, no es para tener la paz en el alma, como parece que la tenéis vosotros, sino más bien para sentir graves preocupaciones y para pensar que esta calma de que hacéis alarde, mas que síntoma de bienandanza puede ser presagio de dudas y de temores para el porvenir.

Todos vosotros recordáis, y tengo la seguridad de que habréis admirado, un cuadro que se titula Antes de la batalla. ¿Es posible una calma mis profunda, una quietud mas placida, una tranquilidad más grande que la que se revela en el sereno ambiente que el inspirado pincel del artista supo imponer a su cuadro? Pues recordad que aquella calma y aquella tranquilidad no son seguramente señales de venturoso porvenir, sino triste presagio de desventuras y de tristezas.

¡Quiera Dios que la quietud y la tranquilidad de que tanto os ufanáis no sean la tranquilidad y la quietud del famoso cuadro Antes de la batalla! (Bien, en la minoría.)

Y voy a ocuparme de la crisis. Voy a decir lo que se, con completa franqueza, como con completa franqueza han dicho lo que saben los señores que me han precedido en el use de la palabra y se han ocupado en este asunto, porque, como yo entendieron que lo mejor en estos casos, dirigiéndose a los representantes de la Nación y dirigiéndose a la Nación misma, es decir siempre la verdad; con tanto más motivo, cuanto que de decir la verdad en estos casos lo único que resulta es una cosa que todos sabemos demasiado, es a saber: que tenemos unas costumbres políticas malísimas, y que es de todo punto necesario, urgente, que todos contribuyamos, cada cual en la medida de sus fuerzas y en la esfera de su acción, a modificar estas costumbres y a mejorarlas, para bien de la libertad, para bien de la Monarquía, para bien del país.

¿Cómo y por que cayó el partido liberal del poder y lo sucedió el partido conservador? Se ha dicho, y lo ha afirmado también el Sr. Presidente del Consejo de Ministros, que el partido liberal cayó del poder porque su política estaba en desacuerdo con las aspiraciones y con los deseos del país, porque su política era desastrosa, calificativo que a mí me ha parecido demasiado audaz.

Yo, en propia defensa, a esta afirmación del señor Presidente del Consejo de Ministros opongo esta otra: jamás partido ninguno se encontró en condiciones favorables ante el país y ante los Poderes públicos para continuar en el gobierno que el partido liberal cuando se vio obligado a dejarle. (Muy bien.) Y como la afirmación frente a la cual he colocado yo la mía no ha sido probada, voy yo a tener el gusto de probar la mía.

El partido liberal aceptó el poder en las circunstancias más difíciles, y le aceptó en la idea de que le fue ofrecido por S. M., no por indicación de nadie, ni siquiera por consejo de nadie; que en aquellos momentos la Reina viuda no consultó más que su propia conciencia, y aceptada la dimisión del Ministerio que por el término de sus poderes dejaba de existir, llamo al partido liberal por espontánea voluntad, entregándose confiada a la nobleza y a la lealtad de un partido que no ha necesitado jamás, jamás, jamás de la garantía de nadie para cumplir (Grandes aplausos.) honradamente todos sus compromisos, y para defender y no abandonar, mientras le quedara aliento, la causa que a su honor y a su hidalguía se confía. (Muy bien, muy bien.)

Yo no sé, ni me importa saber, lo que el señor Martínez Campos dijera al Sr. Cánovas del Castillo, todavía Presidente del Consejo de Ministros, en previsión de la muerte del Rey; yo no sí, ni me importa saber, lo que el Presidente del Consejo de Ministros, al presentar la dimisión a S. M., la Reina no se lo pidiera. Lo único que yo sé es que S. M. la Reina llamó al partido liberal por impulso propio y en el día en que la opinión pública y no la de ningún personaje, por elevado que se considere, demandaba, en atención a las circunstancias, como mejor aquella solución. Yo lo que entiendo es que no hay ni puede haber más dispensador del poder que la Corona. Yo acepté el poder en aquellas circunstancias en esta inteligencia, que en otro caso no lo aceptara, como en adelante no aceptaré nada que traiga siquiera una sombra de duda o que ponga en tela de juicio de cualquier modo, la completa independencia, la absoluta libertad de la Regia prerrogativa y la consideración y el respeto que merece un partido como el liberal, no sólo por su lealtad, sino por los grandes servicios que, en la oposición, como en el poder, ha prestado a las instituciones y al país. (Aprobación en la minoría.)

El partido liberal llegó al poder en las circunstancias más difíciles: la muerte del Rey, las incertidumbres de la sucesión, las esperanzas de pronta realización de sus ideales de todos los partidos extremos, el pánico en todas partes; una Reina viuda, joven, virtuosa, pero no acostumbrada a las luchas y a las contiendas de la política; todo esto llevaba la vacilación, la duda y el temor a los ánimos más esforzados, y constituía una situación realmente pavorosa. El partido liberal afrontó, sin embargo, esa situación, y al propio tiempo consiguió, no sin grandes dificultades, no sin dolorosas contrariedades, volver la calma al país y desarmar la revolución. Claro está que al partido liberal se podrán imputar muchos errores en esa época; ¿quién no los comete en circunstancias tan difíciles y en un país tan apasiona-[1389] de, tan vehemente, tan movido como el nuestro? Pero no se puede desconocer, sin injusticia notoria que, cuando entramos en el poder, recogimos un país perturbado, y al salir del poder le hemos devuelto pacificado; que encontramos una Monarquía rudamente combatida, y la hemos entregado querida en España y respetada en todas partes; que hallamos la revolución armada, y hemos hecho imposible, al menos por ahora, la causa de la revolución; y en medio de esto, sobre todo esto, y además de todo esto, hemos cumplido honradamente la más considerable parte de nuestros compromisos; hemos realizado casi todo nuestro programa, y hemos creado un estado de derecho que nos lo pueden envidiar los pueblos más cultos de Europa, merced al cual los ciudadanos españoles pueden hablar, escribir, asociarse, reunirse, moverse, obrar libremente, siempre amparados por la fuerza y por la majestad de la ley.

Para calcular y medir bien la importancia de esta obra; conviene recordar cómo estaban los asuntos públicos cuando la adversidad nos arrebató a nuestro malogrado Rey Don Alfonso XII.

El Gobierno, divorciado de la opinión y vencido en los comicios, estaba obligado casi diariamente a resolver conflictos en las calles; las fracciones extremas, pensando en el cercano triunfo de sus ideales, se aprestaban con ardor y con entusiasmo para la lucha, y todo hacía presentir próxima la maldita hora de la guerra civil. Así es que, al conmoverse la máquina del Estado por aquel gran revés de la fortuna, no parecía sino que la sociedad se había salido de su asiento y que rotos los elementos de orden que lo sustentaban, quedaba como entregada a todo género de perturbaciones y desdichas.

Pues bien; pasaron más de cuatro años, y al abandonar el poder el partido liberal, la paz pública estaba más sólidamente afianzada que lo ha estado nunca desde el principio del sistema representativo en España; y al mismo tiempo que conseguíamos este inestimable resultado, habíamos hecho verdaderamente como compatible la Monarquía con la democracia, y llevado al derecho positivo el programa político del partido universal.

Ahora bien, Sres. Diputados; ¿se puede llamar política desastrosa la política que ha producido estos resultados? ¿Dónde están los desastres debidos a la política del partido liberal? En el exterior no veo ninguno; en el interior tampoco los ha habido para el orden, para las instituciones, ni para el país.

¿Dónde y cómo, Sr. Presidente del Consejo de Ministros, está justificada la calificación de desastrosa con relación al partido liberal? Si el partido liberal había producido con su política tan extraordinarios resultados; si, además, había cumplido honradamente casi todos sus compromisos; si precisamente por haberlos cumplido gozaba, como no podía menos de gozar, de las simpatías de la inmensa mayoría del país, que luego las ha demostrado con las manifestaciones de respeto y de cariño que en todas partes ha hecho al partido liberal después de su caída, si no sólo tuvo siempre mayoría en las Cortes, sino que al caer ese partido la mayoría era más numerosa que cuando entró en el poder, cosa rara después de cuatro años de mando, ¿qué partido se encontraba en mejores condiciones para continuar en el gobierno, ante los Poderes públicos y ante el país?

¡Ah! que el partido liberal estaba en desacuerdo con la inmensa mayoría del país. bien ha probado el país lo contrario; con manifestaciones bien patentes ha demostrado que la opinión pública estaba y está al lado del partido liberal, y con más entusiasmo y con más decisión cuando ese partido ha dejado el poder que cuando en circunstancias azarosas lo tomó. Otras, pues, han sido las causas del último cambio político, causas que yo no voy a discutir, causas que yo respeto, y que si en otra parte no pueden tener ninguna fuerza, desgraciadamente la tienen en este país, y la tendrán mientras las costumbres políticas no se varíen del todo.

No las causas a que S.S. atribuye la caída del partido liberal, sino otras, fueron las determinantes de aquel cambio político que vino a interrumpir la marcha del Gobierno, que truncó los propósitos del partido liberal, que hizo enmudecer a las primeras Cortes de la Regencia cuando más necesidad había de oírlas, y que dejó incompleta la obra del sufragio en lo que se refiere a Cuba y Puerto Rico, a pesar de haber declarado yo, en nombre del Gobierno, que no consideraba resuelto el problema del sufragio universal si no quedaba aprobado el proyecto de ley de ampliación del voto para Cuba y Puerto Rico, previendo las consecuencias que desgraciadamente han sobrevenido. De tal suerte creía yo que era necesaria la aprobación de ese proyecto de ley, que en nombre del Gobierno había dicho que aquellas Cortes no suspenderían sus sesiones mientras no fuera aprobado.

Otras, pues, fueron las causas determinantes del cambio político, que si el partido liberal lamentó entonces y todavía lamenta, no es por el sentimiento de haber dejado el poder, ni por inmoderada ambición de mando, sino por más elevadas razones: por su interés vivísimo en la consolidación de las reformas por él realizadas, en el afianzamiento de las instituciones que cada día quiere ver más arraigadas en el corazón del pueblo español, y más consideradas en los demás pueblos; y en la confianza, en la pacificación de todos los partidos políticos, incluso los más extremos, como base y fundamente del orden y del sosiego público.

El partido liberal había producido esos resultados extraordinarios, había cumplido con su deber satisfaciendo honradamente los compromisos que tenía contraídos, por lo cual contaba, en su opinión, con la mayoría del país; no le había faltado nunca la mayoría de las Cortes; el partido liberal se encontraba en aquel momento más unido, más disciplinado que nunca y más numeroso; porque si bien es verdad que algunos elementos valiosos se habían, con pesar nuestro, separado de él, otros elementos, tan valiosos y en mayor número, habían venido, como en compensación, a reforzar sus filas. Si todo esto sucedía, ¿por qué cayó el partido liberal? ¿Por qué terminó su obra? No; porque en primer lugar, el haber terminado su obra un partido no es razón para que salga del poder; antes bien, es motivo para que continúe, porque eso prueba que lo ha hecho bien; y en segundo lugar, porque el partido liberal no daba por terminada su obra política, y aunque la hubiera terminado todavía le quedaba por realizar su obra administrativa y económica; que los partidos, no sólo ocupan el poder para realizar sus aspiraciones políticas, sino para satisfacer también aspiraciones en [1390] otros órdenes importantísimos para el país; todavía le quedaba esa obra, que hubiera realizado más fácilmente y con mayor éxito aún que la política.

Además, las libertades que el partido liberal había traducido en las leyes, el principio democrático en que había impregnado la legislación, estaban por aplicar, y lejos de ser conveniente, parecía peligroso llamar para que desenvolviesen esos principios en la práctica a los que mas rudamente los habían combatido. ¿Por qué, pues, cayó el partido liberal? Pregunta es esta que en otra parte no tendría satisfactoria contestación, porque en otra parte tampoco tendría explicación la última crisis, pero que aquí tiene la explicación que tienen casi todas las crisis que han ocurrido en un país en el que, desgraciadamente, está considerado el cuerpo electoral como dócil instrumento de todo Gobierno, incapaz por consiguiente de servir de guía, de pauta, de orientación al Poder moderador en las dificultades que a diario se le ofrecen en la gobernación del Estado, y, sobre todo, en los cambios de Gobierno; y a falta de otro criterio, gracias que de algún tiempo a esta parte se tenga el criterio de distribuir con cierta equidad el poder entre los partidos, y de considerar como criterio, a falta de otro, no el tiempo que un partido deba estar en el poder, sino el tiempo que los demás partidos puedan sufrir en la oposición. (Muy bien, en la minoría.)

Pues bien; el partido liberal llevaba ya cerca de cinco años en el poder, cosa nunca vista ni conocida en este país; y como el partido conservador no estaba acostumbrado a tan larga oposición, ya creyó que había concluido su vida política, y, en su desesperación, se creía el desheredado del poder para in secula seculorum, y naturalmente, pensó en su disolución, por inútil, en adelante, para la política de este país. Ante manifestaciones tan expresivas y muy reiteradamente expuestas, hubo de pensarse que el partido conservador, que había prestado indudables servicios (no niego yo la justicia a nadie), indudables servicios a la Restauración, no podía ni debía desaparecer, porque su desaparición, además de ser inmerecida, podía traer peligros para el porvenir, una vez que las instituciones no quedarían suficientemente resguardadas si los liberales no tenían enfrente otros enemigos u otros adversarios que los enemigos de las instituciones; porque podía temerse que los liberales se dividieran y se inutilizaran en el poder, cosa no imposible, porque ya los liberales, desgraciadamente, habían dado pruebas y habían presentado síntomas de que este temor pudiera realizarse; y en ese caso, las instituciones, el Poder moderador quedaba en una situación dificilísima y desarmado para resolver las cuestiones de Gobierno; y ante este temor y aquellas manifestaciones, el partido conservador vino al poder.

Claro es que, en otros países, donde la Corona cuenta con criterios que aquí no tiene, donde la Corona se funda en elementos que aquí le faltan, en otros países esta última crisis no tendría explicación; pero aquí tienen la explicación que han tenido las crisis que han sido mejor resueltas en este país, y sobre todo, en protesta de ciertas indicaciones, deducidas sin duda de la imprudencia de algún periódico, que en su afán de querer traer a sus amigos al poder y de creerle desheredado de toda influencia legítima en el país, no tuvo reparo en apelar a influencias extranjeras, siquiera se enlazaran con lazos de parentesco no S. M. la Reina, para inclinar el ánimo de tan excelsa señora en favor de su partido; ante esas indicaciones, yo no me cansaré de repetir lo que otras veces he dicho y lo que reprodujo aquí mi querido amigo el Sr. Moret, o sea, que los sentimientos de rectitud, de imparcialidad y, sobre todo, de patriotismo en que siempre ha inspirado todos sus actos S. M. la Reina Regente, no se desmintieron en poco, en mucho, ni en nada en aquella resolución. (Muy bien, muy bien.)

Si espíritus suspicaces, si espíritus recelosos han podido pensar otra cosa, es porque no han estado en situación de conocer todas las razones y todos los impulsos a que obedeció semejante resolución. Pero yo puedo asegurar, por lo que he visto después y por los antecedentes que tengo, yo puedo asegurar, digo, que el hombre más experimentado en las luchas políticas y más avezado, por una práctica de largos años, en el ejercicios de la difícil misión de gobernar, hubiera hecho mucho antes lo que por fin hizo Su Majestad la Reina Regente, movida por altas razones de patriotismo y por altas razones de Estado, que todavía no se pueden juzgar ni apreciar por aquellas simples apariencias de opinión de los que no pueden conocer el fondo de ciertas cosas y el cúmulo de datos que entran en tan delicado y complicadísimo problema.

Nuestras malas costumbres políticas, la impaciencia voraz de nuestros adversarios, la debilidad de algunos amigos, y sobre todo, los malos hábitos y los añejos resabios de nuestra política, son la única causa de una crisis tan a deshora y tan inoportunamente traída.

No hay, pues, que buscar influencias extranjeras, que serían no sólo inútiles, sino de todo punto contraproducentes, dado nuestro carácter y dado el carácter de los hombres políticos de todos los partidos sin excepción, dado el carácter español, y dado, sobre todo, el celo exagerado, si en esto puede haber exageración, con que S. M. la Reina Regente quiere guardar y guarda en toda su pureza y en toda su integridad las prerrogativas de la Corona; no hay tampoco que echar a nadie culpas que a todos nos tocan, porque no es fácil variar en un día las costumbres inveteradas por un pueblo; ni tampoco sería justo exigir que estos cambios se realizaran sólo viniendo de arriba, sin que de abajo se ayude eficazmente a su resolución.

Pues bien; para que esos cambios se realicen, para que las crisis en adelante se resuelvan como es debido, siguiendo las determinaciones de la opinión pública, es necesario que todos contribuyamos con o posible a que esa misma opinión pública sea la única que determina los derroteros de la política, la que señale la pauta de los cambios de Gobierno, viniendo en ayuda del poder moderador, que no tendría necesidad seguramente de buscar a oscuras y a tientas la resolución de las crisis, si la opinión pública se manifestara de una manera definitiva y terminante. De ahí nuestro deseo, ¿qué digo nuestro deseo?, de ahí nuestro afán de que, como decía la otra tarde al tomar parte en la discusión de cierta acta, rotos, por desprestigiados y por peligrosos, los antiguos moles, y apartándonos de antiguos resabios y de viciosas prácticas a todas imputables, se hubiera hecho la aplicación del sufragio universal con completa sinceridad, no [1391] sólo como el mejor medio de asegurar la paz pública, sino como la política más conveniente, porque con ella se alcanzarían los recursos, los elementos para resolver con el posible acierto los problemas que a diario se presentan en la gobernación del Estado.

Pero en lugar de esto, el Gobierno ha continuado aferrado a la política antigua, a la política rutinaria, a la política desacreditada, a la política inservible, y más que inservible peligrosa, de designación de candidatos, de envío de delegados, de suspensión de alcaldes, de encarcelamiento de concejales y de persecución y saña contra todo el que no se ha sometido a sus deseos.

Y como si no fuera esto bastante, el Gobierno ha llevado más allá que nunca la intervención en las elecciones del benemérito cuerpo de la Guardia civil y de la administración de justicia; ¡el benemérito cuerpo de la Guardia civil obligado a servir de escolta a los delegados, a los paniaguados, a los parientes y amigos de los candidatos! ¡la administración de justicia interviniendo como resorte electoral en todo lo referente a elecciones!

Yo no conozco nada más demagógico que esto; porque, ¿qué prestigio se pretende que tengan la Guardia civil y la administración de justicia, si los encargados de velar por ese prestigio son los primeros que con su conducta lo comprometen?

Y todo esto como si no existiera el sufragio universal; y todo esto como si no hubiera cuerpo electoral; y todo esto como si no se hubiera establecido un nuevo estado de derecho; y todo esto como si no existieran partidos políticos; y todo esto como si no hubiéramos hecho nada.

Y no se diga que el Gobierno ha hecho eso porque otros lo hicieron; porque precisamente para impedir que se repitiera lo que se había hecho antes, para ver si entrábamos en un nuevo estado de derecho, en una nueva vida y en nuevo estado de derecho, en una nueva vida y en nuevos procedimientos, se le dio al país un organismo por el cual pudiera revelar su soberana voluntad, para que viniera en ayuda del Poder moderador y para que fuese cimiento a la por de baluarte de las instituciones.

Pero todavía se ha dicho más; se ha dicho que yo aconsejé a S. M. la Reina el advenimiento al poder del partido conservador. Yo creí siempre que el partido liberal debía continuar en el poder, porque en aquellos momentos, no sólo no había ninguna razón que abonara su separación del gobierno, sino que el estado de la política, las necesidades del país y los trabajos parlamentarios pendientes abonaban, por el contrario, su continuación en el poder. Yo aspiraba, Sres. Diputados, a que las primeras Cortes de la Regencia, que habían hecho tanto por la libertad, por las instituciones y por la paz pública, que habían prestado tan extraordinarios servicios al país, que habían hecho labor tan importante, realizando en menos de cuatro años una tarea que ha necesitado en otras partes el concurso de varias generaciones, como la aprobación del Jurado, de algunas reformas administrativas, del sufragio universal, del Código civil, etc., etc.; yo creía que esas Cortes merecían bien que hubieran durado el tiempo natural que la Constitución les concede, mucho más cuando el fin de su vida legal estaba tan próximo, cosa muy rara en este país, y triunfo apenas alcanzado por ninguna Monarquía española, pero triunfo que hubiera dado ante propios y extraños un carácter de permanencia y de estabilidad a la Regencia de Doña María Cristina que no ha existido en situación alguna desde los albores de este siglo.

Y cuando yo creía que estas Cortes debían durar los cinco años que la Constitución señala, no sólo por gratitud a sus servicios, sino también por conveniencia de las instituciones; cuando yo consideraba que estas Cortes no debían cerrarse sin aprobar la ley electoral para Cuba y Puerto Rico, a fin de evitar las consecuencias que ha traído el no haberse votado aquella ley; sin aprobar también el proyecto de ferrocarriles secundarios, ley importantísima que resolvía en parte el problema del trabajo, y hubiera producido además un bien para nuestra agricultura, que a estas horas estaría recogiendo óptimos frutos; y sin aprobar otras leyes referentes a la cuestión social; cuando yo pensaba que después de esto y concluido el interregno parlamentario, se volverían a reunir aquellas Cortes para aprovechar los seis meses de vida constitucional que les faltaba, en hacer una campaña económica y administrativa; cuando yo creía que, realizado todo esto, aquellas Cortes debían coronar su obra con una ley de perdón y de olvido, con una ley de amnistía que, como coronación, repito, de una gran obra, podía haber sido más general, más amplia y más completa que la que el Gobierno presenta hoy; cuando yo aspiraba a aconsejar a S. M. la Reina que viniera aquí a despedir unas Cortes que habían realizado obra tan importante, coronándola con la satisfacción de sus sentimientos generosos; cuando yo abrigaba todos estos planes que comuniqué a todos mis compañeros y a cuantos nos quisieron oír, porque no había por qué ocultarlos, ¿cómo había de pensar que en aquel momento podía venir el partido conservador, y cómo había de imaginar el advenimiento al poder del partido conservador? (Aprobación en la minoría.)

Pero la crisis sobrevino; y por los términos en que se planteó, por los anuncios que la revelaron, por las causas que la produjeron, el pleito quedó entablado desde el primero momento entre el partido liberal y el partido conservador. Hubo, sin embargo, algunos personajes políticos de aquellos a quienes S. M. se dignó consultar, que pensaron que podía darse solución al problema político de la crisis con un Ministerio intermedio; pero yo, que creía en aquellos momentos imposible un Ministerio intermedio después del desgraciado intento que de él se había hecho seis meses antes; yo, que creo que los Ministerios intermedios sólo son buenos cuando son absolutamente necesarios, y que aun entonces no dejan de ofrecer peligro: yo, que considero que, cuando no son absolutamente necesarios, no son más que premio a las disidencias, estimulo a las discordias, germen y origen de divisiones en el seno de los partidos; yo, que por otra parte, consideraba que, dadas las circunstancias que entonces atravesábamos, un Ministerio intermedio no podía ser más que puente, y puente muy corto, para el paso del partido conservador, yo aconsejé que si el partido conservador había de venir, viniera desde luego. (Muy bien, muy bien.)

Porque yo, como todo jefe de partido, creo que debo mirar, no sólo la manera de aceptar el poder, sino la manera de dejarle; y aunque consideraba que era un mal para el país y para nuestras instituciones la venida al poder del partido conservador por [1392] ser entonces prematura, no quería que viniera sobre otro mal mayor, sobre la división del partido liberal; porque el partido liberal se hubiera dividido si el conservador hubiese entrado después de un Ministerio intermedio; mientras que el partido liberal dejó el poder con una gran fortuna, porque al dejarle se encontró más fuerte, más unido, más numeroso que antes, y con más simpatías y mayor arraigo en la opinión, y dispuesto perfectamente, no a entrar en el poder, que le importa poco entrar pronto o entrar tarde, sino dispuesto a entrar bien, que es lo que le importa; a entrar,, no sólo llamado por la Corona, sino indicado por el país y en brazos de la opinión pública. (Muy bien, muy bien.)

Pero ya está el partido conservador en el poder. ¿Qué política sigue el partido conservador para justificar su advenimiento al poder y para conservarle? Pues el partido conservador no sigue política ninguna; porque no es seguir política alguna seguir aquella que le conviene, según las circunstancias, para salir del día. Así es que cuando le conviene, para no estrellarse contra la opinión pública y para facilitar su labor gubernamental, dice con mucha tranquilidad que sigue la política del partido liberal, y que gobierna y está dispuesto a seguir gobernando aún con los mismos procedimientos que ha empleado en el poder el partido liberal, repitiendo esto hasta el punto de que ha inspirado a alguno de nuestros amigos el temor de que nos arrebatabais nuestro propio campo y de que nos íbamos a ver obligados a buscar nuevo espacio en que colocar nuestras tiendas y establecer nuestro campamento. Pero sobre esto es forzoso decir: pues si la política del partido liberal es tan buena, y buena os debe parecer, puesto que la seguís, ¿por qué la combatisteis antes? Y si es mala, y mala os debía parecer antes, puesto que la combatisteis, ¿por qué la seguís ahora?

Pero no hay que apresurarse a protestar sobre esto, ni hay que prepararse tampoco a buscar nuevos campos donde colocar nuestras tiendas, no; porque cuando ex abundantia cordis deja escapar su pensamiento, entonces el Gobierno actual dice, con la misma serenidad, que la política del partido liberal estaba en desacuerdo con la inmensa mayoría del país, que era una política desastrosa, y que por eso cayó el partido liberal del poder y le sustituyó el partido conservador. Pues entonces, si la política del partido liberal era tan mala, si estaba en desacuerdo con la mayoría del país, y por eso entró en el poder el partido conservador, ¿no comprendéis que si seguís la política liberal lo que hacéis es declarar que gobernáis al país contra la voluntad del país mismo, y que vuestro advenimiento al poder ha sido de todo punto injustificado? Esa declaración la podemos hacer nosotros, que hemos creído que en efecto era injustificado vuestro advenimiento al poder; pero vosotros que habéis hecho tanto para alcanzarlo, ¿cómo lo podéis decir sin declararos al mismo tiempo reos de intriga política?

Yo me alegraría, lo digo sinceramente, de que el partido conservador aceptara como suya, confesando en este punto sus primitivos errores, la política del partido liberal; aquella política de atracción, de expansión, política democrática contra la cual tantos vituperios dijisteis, y de la cual, hasta que habéis subido al poder, decíais que conducía irremisiblemente a la pérdida de las instituciones y a la ruina del país. Pero en fin, repito que me alegraría de que confesarais vuestros errores y aceptaseis nuestra política, porque de esa manera se afianzarían mejor y más pronto las reformas por nosotros realizadas y se consolidaría el nuevo estado de derecho por nosotros establecido; sólo que entonces, habéis de convenir en que aquel temor de disolución del partido conservador, que tanto ha influido en los últimos tiempos en la marcha de la política española, se ha realizado aun habiendo subido al poder ese partido; porque si confesáis que para gobernar el país tenéis que seguir la política del partido liberal, firmáis vuestra propia partida de defunción y os declaráis, por inútiles, disueltos.

En efecto, esto es lo que os ha pasado, ¿Dónde está, en realidad, el antiguo partido conservador? ¿Dónde está aquel antiguo partido conservador, con su programa propio, con sus procedimientos propios, con sus propias energías? Yo no lo encuentro en ninguna parte, como no se encuentre ahora depositado todo eso en los Sres. Duque de Tetuán y Beránger. (Risas.)

Pero es más: tengo que repetir una pregunta que hace pocos días dirigía yo al Congreso. ¿Dónde está su antiguo jefe, aquel ilustre jefe del antiguo partido conservador, con su carácter severo, su fisonomía propia y única que sabía imprimir a todo lo que le rodeaba? ¿dónde está? Tampoco lo veo. (Risas.) Porque, ¡bueno era aquel antiguo jefe del partido conservador, para sufrir estas conjunciones y soportar Ministros que dicen todos los días: "yo soy Ministro con el Sr. Cánovas del Castillo, pero no soy conservador!" ¡Bueno era el antiguo jefe del partido conservador, para aguantar las cosas que ahora sufre y aguanta entre el Sr. Beránger y el Sr. Duque de Tetuán, yendo y viniendo desde el Sr. Isasa al Sr. Duque de Tetuán, y desde el Sr. Beránger al Sr? Fabié! (Grandes risas.) Es decir, pasando por todo, aguantándolo todo. Lejos de imprimir su fisonomía a todos los que le rodean, recibe la impresión de las fisonomías de los demás, y resulta que no queda ya ni sombra de lo que fue el partido conservador, y que es un partido sin política propia, caminando al ocaso, sin propios procedimientos, y que exagera los ajenos. Así, por ejemplo, se da el caso de que los estudiantes de Madrid quieren hacer una manifestación, y como el partido liberal consiente a todos los ciudadanos hacer manifestaciones, el Gobierno conservador dice: pues yo no quiero ser menos, y voy a consentir no sólo que hagan manifestaciones, sino a dejar que desarmen y maltraten a los agentes de orden público. Y al mismo tiempo que hace esto en Madrid, disuelve con cargas de caballería en Barcelona a los grupos formados por los amigos del Sr. Salmerón que habían salido a recibirle, y los disuelve precisamente en el momento en que el Sr. Salmerón les aconsejaba que se retiraran pacíficamente. De donde resulta que por no tener política propia, aplica, sin saber aplicarla, la política del partido liberal.

A mí no me extraña esto; es que el partido conservador está dominado por un espíritu que es como su constitución interna, por un espíritu que es contrario al espíritu democrático del partido liberal y a lo que constituía antes la manera de ser del partido conservador.

Sucede también que el partido conservador ha desechado ahora, por absurda, su antigua teoría de [1393] los partidos legales e ilegales ; pero a pesar de eso, como esta teoría la tiene infiltrada en su propia manera de ser, como la tiene en su propio espíritu, aparecen siempre en el banco azul y en los bancos de la mayoría esa división del país, esos dos grandes grupos en que separa los políticos; uno, el de los liberales monárquicos: otro, el de todas las fuerzas políticas que se agitan en el país, mientras que los liberales no reconocen en España mas que españoles, considerando que todo ciudadano tiene obligación y derecho a servir a su Patria en todos los cargos, y creyendo que mejor que marcar esas diferencias, conviene dejar abiertos todos los pasos para que los desengañados, los menos apegados a las formas de gobierno, aquellos que están dispuestos a sacrificarlo todo por la Patria, puedan venir a ser fuerzas que contribuyan a la prosperidad del país, en vez de ser fuerzas que conmuevan, si no por la violencia, por inquietud y por desasosiego, cuando pueden ser base de respeto y de paz que ayude al bienestar de los pueblos.

Y voy a acelerar mi trabajo, porque, además de ser fatigoso para vosotros, lo es también para mí; hace muchísimo calor esta tarde, y apenas si puedo hablar.

Pero para que en todo se vea una contradicción en este Gobierno, al mismo tiempo que por el espíritu que le domina, tiende a establecer barreras infranqueables entre los elementos monárquicos y los demás elementos del país, con una de las fracciones más extremas ha tenido tales consideraciones y ha usado de tal cariño, que si ella se hubiera dejado querer, estaría formando parte de la conjunción que nos gobierna; porque la conducta del Gobierno en la cuestión de la amnistía es verdaderamente inexplicable.

Las amnistías son actos políticos que los Gobiernos realizan cuando, una vez satisfechas las exigencias de la justicia, lo creen conveniente a los intereses de la Patria; pero lo realizan sin tratos ni contratos con nadie ; y una vez dada la amnistía, de los interesados será cuenta el aceptarla o no; al Gobierno le basta sólo darla de modo que no quede después un español, cualquiera que haya sido su conducta política, que no pueda vivir en su Patria a la sombra de las instituciones, al amparo de sus leyes y con los mismos derechos que todos los demás ciudadanos.

Pues bien; ¿qué es lo que el Gobierno ha hecho? Nos ha tenido más de dos meses, durante los que no se ha hablado de otra cosa que de la amnistía, de sus relaciones con los emigrados, de lo que éstos querían y de lo que pensaban, y casi casi se trataba con ellos como de potencia a potencia. (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: El Gobierno, no; serán los amigos del Gobierno, o quien quiera.) Yo no lo sé. (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Pues debiera saberlo S. S. antes de hablar de eso.-Fuertes rumores.-- ¿Qué medios tenía de evitarlo? ¿Denunciar los periódicos?) Yo lo que digo es, que no hubiera permitido semejante cosa a los periódicos de mi partido, porque hemos estado más de dos meses pendientes de la voluntad de los emigrados. (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Eso no es exacto; eso carece de toda exactitud.) Pues si no es exacto, lo parece. (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: No es lo mismo.) Pues qué, ¿no recordáis lo que pasó hace dos o tres meses, que era un escándalo, porque no se ocupaba nadie más que de eso? (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Excepto yo.) Pues más hubiera valido que S. S. se hubiese ocupado de ello. (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: ¿para qué?) Para que los demás no se ocupasen tanto como se ocupaban de esa cuestión.

Pero en fin, resulta que el Gobierno influyó con el de la vecina República para que levantara la prohibición que tenía impuesta a los emigrados y pudieran venir a la frontera. (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Tampoco.) ¿Tampoco? (Risas.) Pero, Sr. Presidente del Consejo de Ministros, ¿qué hizo entonces nuestro embajador, que sabía que el Gobierno francés tenía impuesta una prohibición a los emigrados para que no traspasaran la línea de la Loire? (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Pues no oponerse, porque el Gobierno francés le aseguró que no venían a conspirar.-Rumores- El Gobierno francés, no los emigrados.) Basta. El resultado es que vinieron con la aquiescencia del Gobierno a la frontera. (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Sin aquiescencia.) Pues como S. S. quiera; sin aquiescencia del Gobierno vinieron a la frontera (El Sr. Presidente del consejo de Ministros: Sin oponerse, porque no le importaba nada); podían reunirse más próximamente con sus amigos y correligionarios residentes en España; podían discutir tranquilamente, haciendo a la Monarquía el favor de dejarla tranquila con un paréntesis de reposo que no había de ser muy largo, durante el cual el Gobierno tenía que resolver la cuestión de amnistía, con arreglo a las conveniencias y conforme a sus compromisos. (El Sr. Presidente del consejo de Ministros: Compromiso ninguno.) Y habéis dado en todo ese periodo tal importancia a los emigrados, que no parecía sino que de su voluntad dependía la existencia de las instituciones y hasta la existencia de la Patria.

Nadie desea más sinceramente que yo que no haya ni un español que no pueda vivir en España disfrutando de todos los derechos y de todas las libertades que las leyes otorgan a los ciudadanos; pero no porque crea que los emigrados puedan ser un peligro para las instituciones ni para la Patria, sino precisamente por creer que ni emigrados en el extranjero ni amnistiados en España pueden ser peligro para nada, y por creer que no es justo que, tratándose de delitos políticos, los Gobiernos lleven el rigor de las leyes más allá de lo que exigen el reposo público y la seguridad del Estado. (El Sr. Marqués de Sardoal: Por eso pedía el Sr. Martos la amnistía, que rechazó el Sr. Sagasti. - Rumores - El señor Marqués de Sardoal pide la palabra.)

Por creer eso, yo pensaba proponer, como última obra parlamentaria de las primeras Cortes de la Regencia al concluir sus cinco años de vida constitucional y claro está, previa siempre la Regia prerrogativa, un proyecto de ley de amnistía; pero, completa, general; tan completa y tan amplia como era necesaria para que sirviese de digno remate y espléndido coronamiento de la obra imperecedera realizada en el primer período de la Regencia de Doña Cristina, en nombre de su augusto hijo Don Alfonso XIII; período que hubiera pasado a la historia inaugurado con un gran acto de la Regia clemencia terminado con un acto de olvido, de concordia y de pacificación, y caracterizado en toda su duración de cinco años, por la dignificación del ciu-[1394]dadano español, que en esos años se ha hecho dueño de todos sus derechos, no en pugna con los Poderes públicos, sino por los Poderes públicos ayudado; prueba indudable de la armonía que ya definitivamente reina entre la libertad y la Monarquía, para bien de la libertad, para gloria de la Monarquía, y prenda segura de paz y de prosperidad para este país, que bien merecido tiene ese premio a su constancia y a sus sufrimientos por espacio de medio siglo, luchando siempre por la conquista de la pureza y de la sinceridad en el ejercicio del sistema monárquico constitucional. He dicho. (Grandes aplausos.)



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